Pablo Picasso
Un Muchacho extraordinario
(Los cuentos de Fabián Núñez Baquero)
Relato Navideño
"No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada."S. Mateo 10, vs. 34.
Hace
algún tiempo —un poco menos de dos mil años— vivió en una
lejana aldea del Medio Oriente un niño que maduró un tanto
temprano. Digo maduró, por no decir envejeció, aunque esto sea
verdad. Era hijo de un humilde carpintero de edad provecta y de una
bellísima mujer que no tenía tantos años como parecía. Los que se
refieren a él no se han puesto de acuerdo con respecto a su nombre.
Unos lo llaman Joshuá y lo citan muchas veces en un libro raro y
racista llamado Talmud. Otros le nombran “el hijo de Isaben
Mairén", repitiéndolo, así mismo, en otro texto —sagrado
para muchos— denominado Alcorán, Otros lo llaman Jesús y se
refieren como autoridad máxima a un libro hermoso, raro y racista
también, cuyo título es nada modesto: La Biblia, vocablo que
significa algo así como "'libro de los libros". Otros, en
fin,no saben cómo se llamaba y le dicen simplemente “maestro"
y hay algunos que hasta niegan categóricamente su existencia. Aparte
estos últimos todos están concordes en decir que era un muchacho
extraordinario.
No
sabemos exactamente por qué usaban el apelativo extraordinario para
él. Su presencia —ya en su juventud— era tosca y nada atractiva:
casi feo por no decir repulsivo: cabellera larga, lustrosa(a lo mejor
lo más estético en él), un comienzo de barba hirsuta, arremolinada
en un color rojo, indomable. Toda la expresión de su rostro era
orgullosa y concentrada, tal como si pensara a cada instante en el
final del mundo por la ira y la violencia. Elevada la estatura
—delgado de complexión, torpe y lento al andar. De una dicción
bronca y saturada de vehemencia. Un rostro de una sola pieza,
integral, que no sentía miedo nunca. Unos ojos fijos, negros,
húmedos, de loco desesperanzado o rebelde. No obstante todo esto,
había en él —eso lo dicen todos los que comentan su personalidad—
algo que creaba simpatía a su alrededor, pese a que él está
desnudo completamente de la sonrisa de la lisonja o el fingimiento. O
se lo amaba o bien se lo odiaba, no había términos medios: era la
respuesta de los hombres frente a una naturaleza extraña y salvaje.
Por su gran fantasía e inspiración a menudo se lo acusó de
drogadicto, pendenciero y gustador de la bebida. Casi siempre se lo
tachó de vago y peligroso. Aunque tenía familia y herma-nos, ellos
se avergonzaron de él, aunque para sus adentros lo envidiaran. Se
defendían de su envidia tratándolo de loco e incorregible, de
chalado y atorrante insoportable. Era un solitario, la oveja negra de
la familia. Su pureza y su integridad daban pie para la calumnia y la
incomprensión. Detestaba dormir a cubierto, bajo techo, porque,
decía, sólo las zorras y los lobos tienen guaridas. Mejor le
parecía amanecer de cara al cielo, en el campo, en el monte, a
orillas del mar y de los lagos: sólo así —y él lo manifestaba
varias veces— no sería cómplice de la peste de la ciudad. Para
tener estas cualidades raras me parece que es necesario se junten una
serie de circunstancias acumulativas.
Nacer, tal vez, en el último
rincón del mundo donde la roca y la arena, los valles y mesetas
infinitos, se roturan de sequía, sed, olvido y mortal silencio.
Donde el agua tiene por fuerza que generarse en la piedra y el
basalto. Donde los hombres no buscan comodidades y se conocen tal
como son sólo de mes en mes. Sufrir —a lo mejor— en humildad, en
fuerza, en rabia, los embates del frío, el abandono, las
persecuciones, la soledad, dolores, frustraciones, sed de justicia y
conocimiento y, sobre todo, pobreza y experiencia, hambre y fracaso.
Toda personalidad
fuera de lo común es un hecho casi sin explicación. Los que
conmueven al pueblo después vivieron antes tiempos secretos donde
absorbieron lentamente y con calma el odio a la hipocresía, la
injusticia, el horrendo sepultamiento delos borrados de su pueblo, la
enfermedad y La muerte. La sociedad —siempre mal conformada—tal
vez hirió demasiado su corazón y les tornó lo que ella llama tan
ramplonamente, desadaptados, antisociales, rebeldes, intransigentes,
radicales, tal como le motejaban también a Judas
Galileo—con-temporáneo de este extraño muchacho—, el cual no
compartía la misma estrategia ni peor aún la táctica del joven de
nuestra historia.
No
existen, con todo, elementos de juicio muy sólidos para formarse la
idea de su locura o de su mansedumbre y no es ese nuestro objetivo.
Lo que sí tenemos es la referencia válida del marco histórico
donde el hambre generalizada sienta sus bases para promover
escándalos —el hambre siempre es mala consejera—, motines,
rebeliones y sobre todo —en la decadencia y corrupción del
imperio—, el surgimiento de líderes armados que en la mayoría de
los casos fueron ajusticiados por el método de "la ignominia de
la cruz", la tortura y la muerte lenta. Por entonces se hablaba
mucho de huérfanos, viudas, enfermos mentales y de los otros, cojos,
mendigos, mancos, epilépticos, prostitutas, insanos, leprosos,
endemoniadas, pudrición, plebe, harapos, romanos imperialistas,
centuriones crueles, publicanos y compradores de impuestos
desalmados, hienas, tribunos abusivos, gobernadores insaciables,
tetrarcas voraces, ataques a la soldadesca, indignación popular,
linchamientos, ladrones buenos y ladrones malos, bandas de asesinos o
de patriotas, ya viene el Mesías el que nos vengará a sangre y a
fuego y con amor, etc. El slogan del tiempo era “Dad al César lo
que es del César —es decir, -todo— y a Dios lo que al César no
le valga o lo desecha", así todo quedaba en paz y la protesta
se fermentaba en las mazmorras o en la sangre y el silencio de los
corazones
Como
quiera que sea parece que este joven vivió en una época
difícil(¿por qué será que para los pobres hijos de los artesanos
todos los tiempos son difíciles?), en una etapa de verdadera aunque
silenciada guerra civil. En un período donde los únicos felices
eran los romanos que gobernaban desde fuera y sus compadres
dependientes de ellos en el interior del país.
Relatan que nació bastante mal, aunque eso era regla por ese
entonces: en un pesebre y sin pañales en pleno- invierno. Su madre
era una campesina ignorante, demasiado pobre y tuvo que contentarse
con calentar a la criatura con pajas para que no muriera y con el
abrigo cariñoso de su propio cuerpo. Por fortuna, el establo donde
estaban les proporcionó la calefacción natural del aliento de los
animales, el calor que emanaba de los cuerpos rústicos y perfectos
de vacas, burros y cabras.
Refieren
algunos que unos reyes del Lejano Oriente, que además eran brujos o
magos, le adoraron y le brindaron grandes riquezas y ofrendasen los
primeros días de su nacimiento en el establo. Personalmente no
participo de esta versión, porque quién se preocupa de un hijo de
modestos padres en tiempos de reyes, imperialismo y dinastías, en
una época tan difícil y soberbia? Lo que se podría decir (y esta
es mi interpretación) es que para los padres todos los extraños que
los visitan y que brindan una sonrisa, una caricia a sus hijos, los
adoran y cuando aquellos tienen bondad en el corazón son equiparados
a reyes o a sabios.
Sea
como sea, lo cierto es que desde el principio tuvo mala suerte. Un
príncipe loco adulón del César, aunque compatriota suyo y que
gobernaba su provincia a nombre y representación de los oligarcas de
Roma, dio la orden de matar a todos los infantes varones comprendidos
entre un mes y dos años. El motivo es casi cursi y ante todo
risible: el viejo monarca lameplatos —supersticioso e ignorante
como todos los que desean frenar el curso de la historia— tomó en
serio una profecía que le hicieron los mismos brujos o magos
—también en esa época lejana habían curanderos, astrólogos y
teósofos que se ganaban la vida yendo de pueblo en pueblo adivinando
la suerte y sacando espíritus a la gente—,créese adoraron al
niño; en ella se decía que había nacido un niño extraordinario
que con el tiempo destronaría al Emperador.
Por
esta razón se desató el genocidio infantil y sus padres, temerosos
y horrorizados al mismo tiempo, tuvieron que huir con él a Egipto
aprovechando las sombras de la noche. En ese tiempo esa ciudad era lo
que Nueva York es hoy para nosotros: el centro del mercantilismo y la
corrupción. Como es obvio (los pobres y los ingenuos de corazón
recto no pueden vivir en esas metrópolis), cuando el peligro cesó,
regresaron. Los padres y el hijo volvieron a radicarse en el mismo
lugar, en el mismo barrio modesto y monótono, en la misma favela o
gueto en el cual siempre habían vivido.
Me parece que no es muy posible o fácil figurarse una forma de vivir
en una oscura aldea de los tiempos antiguos. Sobretodo si nunca se ha
sido pobre. Lo más notorio y verosímil —además del ayuno
involuntario de media semana y más—, claro está, es que allí el
tiempo discurre lento y que las cosas y los hombres parecen ser
eternos. Hay suficiente espacio para soñar y darse cuenta del lujo
que uno nunca tendrá o de las necesidades que nunca sufren los
nobles y potentados. Ser hijo dé carpintero (y no del que vende
muebles), no es cómodo ni deseable cuando hay cerdos que no hacen
nada y viven mejor y hasta son respetados y hasta tienen derecho
sobre vidas y opiniones. Pasar aserrando o cortando tablas todo un
día no es nada halagador, pese a esos cromitos que algunos gringos
criollos venden o regalan, más bien donde se vela seudo humilde
escena, la misma que en la vida diaria serían incapaces de imitar.
El
muchacho —no lo sabemos bien cómo— se dio modos por leer los
libros y cualquier hoja impresa que caían en sus manos y a los
cuales comentaba a su manera porque, decía, cada uno tiene su propia
luz y entendimiento y "es hijo de su tiempo", palabras que
hay que masticarlas bien para aprender sociología. Desde ahí nace
la leyenda de que a los doce años conversaba con los sabios en el
templo. Al principio lo soportaron —parece— debido a su temprana
edad y talvez a la órbita de simpatía que había creado a su
alrededor. Pero después fue otra cosa.
De
todos modos era un niño sin infancia que cuando llegaban las fiestas
nacionales o religiosas o de la región deambulaba, cerrados los
ojos, por calles y veredas donde se encontraban apostados los
escaparates y muestrarios de los bazares. Para él no existía sino
la pobreza y el olvido. La miseria y el olvido le dieron tiempo para
prepararse y fermentar el odio contra los doctores de la ley, los
ricos sin conciencia, contra esos sepulcros blanqueados llenos de
mierda módica por dentro.
Y fue sencillo y humilde. Ser humilde significó para él desnudar la
mentira y la explotación en los ojos de los farsantes. Desde muy
temprano había visto que los grandes terratenientes y millonarios
ofrecían mucho más de lo que practicaban. Vio el divorcio entre lo
que decían y lo que hacían. A los piadosos los probó diciéndoles
que demuestren su piedad y había una sola manera de hacerlo: que
restituyan a los miserables, a los que compadecían, todos los bienes
materiales de los cuales los habían despojado por el robo y la
explotación.
Tuvo
el coraje necesario para soñar en medio de los comerciantes y
mercaderes. Estudió para saber que la ciencia debía cumplirse en la
acción y que sin ésta aquella nada valía. Fue un poeta
comprometido con la verdad y con la vida, grande en su dolor y en su
experiencia, saboreando desde niño la incomprensión y los
malentendidos. Es verosímil que un hombre pobre nunca tenga infancia
y que sea precoz para comprender. Este muchacho pertenece al grupo de
los soñadores, de aquellos que no se contentarían con ser simples
animales. Él era más: no soportaba la pestilencia de su tiempo;
andaba por calles, plazas y veredas tapándose las narices y con un
invencible vómito que le manaba de las entrañas. Era como ir
pisando sobre estiércol y conformidad.
De
todos modos conoció el infinito en los campos y en el temblor de su
corazón. Amó a su pueblo con dolor de profeta vencido, amó su
clara sencillez y su fraterna solidaridad en la miseria y la
dependencia. Y no podía vivir sin la Palabra. Él supo que era ella
el principio y el cimiento de la realidad. Sin embargo, algunos años
de conocer a alguien da derecho a los imbéciles para no creer en él
ni confiar en su sabiduría. De ahí se explica que saliera no sólo
de su provincia y anejo sino del país. El profeta no es reconocido
en su país, en su tierra, dirá después, cuando el vómito que
sentía por su patria se convirtió en lástima, luego en amor, luego
en convicción y luego en batalla. Pero eso fue después.
Cuando regresó vino iluminado, con un látigo extrañamente duro
para fustigar a los malvados y predicar la guerra. No conoció navaja
para su cabello —eso lo citan todos— y nunca se afeitó la barba,
por esta razón pudo ser criticado de sucio, de vagamundo sin futuro
y a donde iba llevaba un demasiado visible repudio al sistema social
de su época. Sus acciones se parecen mucho a las de Judas Galileo y
algunos le confunden con él. Otros le dicen simplemente Juan, nombre
que en todos los idiomas quiere decir Pueblo.
Con
todo, conoció su fuerza y más su debilidad. Supo pronto su misión
y su destino en un mundo que no estaba preparado para su mensaje (¿y
todas las épocas no está el mundo impreparado para un mensaje?),
puesto que los desheredados sólo comprendieron la parte consoladora
de su doctrina, aquella que era menos peligrosa para sus vidas y no
entendieron la carga demoledora que llevaba su palabra
revolucionaria.
Aún
ahora—el malentendido sigue en pie— el mundo no comenta sino lo
que le conviene y no afecta el orden establecido y aceptado y hace
todo lo que puede para alejar el "reino" de justicia y
trasladarlo a un horizonte que no es de la tierra y que no se cumple
aquí y ahora. Pero él quiso un reino en el cual no haría falta ni
siquiera el dominio de él como rey o gobernante; donde sean los
pobres los que hereden y usufructúen la tierra laborada por sus
manos, donde la propiedad sea de todos y de nadie. Teniendo en cuenta
que él tenía facultades y fuerza para captar el poder político no
quiso aprovecharse de esta situación porque, dijo, en la tierra hay
lugar para todos y las jerarquías sobran y Juan y Pedro no pueden
ser sino colaboradores, como él lo era, en un gobierno de iguales
sustentado en la firme base de los humildes, de aquellos que conocen
la necesidad esencial y profunda de la vida. Por eso rechazó a
ciertas madres de sus discípulos más amados cuando éstas le
pidieron privilegios para ellos.
Aun cuando los historiadores callan los años de su viril mocedad y
le hacen aparecer sólo—como a destiempo de la escena completa—
en los pobres e ínfimos instantes de su adquirida fama, nosotros
sabemos que él empleó la mayor parte de su juventud en despertar la
dormida conciencia campesina para la rebelión total contra el
imperio. Cuando se percató que era demasiado temprano para su sueño
tres años antes de su muerte, él ya se enfrentó con la noción de
su fracaso grandioso y supo ya que debía morir porque todo grande
sueño- que no se cumple sólo se santifica con la muerte. Personas
interesadas interpretaron su fracaso como un triunfo para poder
triunfar ellas y mantener su dominación institucionalizada. Sin
embargo, ahora ya somos capaces de develar rectamente el sentido de
su sabiduría y su trabajo milenario.
Y ahora sabemos el por qué este muchacho extraordinario vive y
perdura en la región más pura de nuestros corazones y si queremos
que él viva y se rescate del polvo, tenemos la obligación de
continuar su labor y hacer factible que el reino de los humildes se
cumpla a casi dos mil años después que su voz poética, llena de
dura verdad y más completo humanismo, predicó la igualdad práctica
y el gobierno de los pobres.
( Tomado del libro de relatos Martes 13)
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