Entre la distinción y la diferencia

                                                           Vasili Kanddinsky

Entre la distinción y la diferencia
Por Fabián Núñez Baquero

Existe en el mundo lo que se llama diferencia y entre los hombres lo que denominamos distinción. Existen no por nuestra voluntad sino por un inexorable mandato de nuestras células y cromosomas. El genoma, nuestro ADN, son responsables en gran parte de nuestra desdicha o nuestra felicidad. La marca de nuestras huellas digitales son el resultado externo de este hado biológico Y, claro, la parte histórica, el trabajo o el empuje que ponemos para cumplir o desafiar nuestro destino genético, no son tampoco ningún pelo de cochino. En la mayor parte de los casos bogamos contra corriente. Nos inventamos otros cromosomas y otras historias, hacemos poesía, inventamos una sobre realidad para liberarnos de las ataduras del destino y la fatalidad. Esto lo sabe inconscientemente el poeta, el creador. Esta es la raíz, el basamento del arte. Entre la distinción y la diferencia se planta la poesía con su emblema de embrujo y sugerencia para musitarnos al oído:
entre la sombra y la luz
escóndete en el esplendor inédito
no permitas que el horizonte te amilane

Distinguir, discriminar entre la música y el ruido es tarea del melómano, del músico. La perspectiva del pintor es reconocer la altura de la línea y el matiz del color, la armonía de la cromática, el contrapunto para liberarse de lo chato y vulgar. Diferenciar entre un eructo a despropósito y una oración poética, un verso que surge de un más allá de lo pedestre y una mera claudicación al suburbio de lo real, esa es la tarea del poeta verdadero.
no hay soledad
no hay muerte
no hay destino
existe siempre la mañana
la juventud no pasa con el viento…

El discrimen entre una palabra y otra, entre el aliento vano y la corriente arterial de la estrofa henchida de ritmo y creación, no tiene escusa; y la puntuación se debe llevarla en la garganta y el corazón. Cada hombre hace la diferencia, pero el poeta tiene la obligación de hacerlo notar. Los poetas no son sino columnas distintivas en el macro templo del mundo, hitos únicos, diferenciales entre los escombros de los siglos. Humanamente ni altos ni bajos, ni nivelados ni sujetos a la discordancia del tamaño o la altura de la voz, sino semi dioses que marcan un destino, un estilo, una elegancia recóndita, un hálito propio e intransferible. Y la poesía es un ceremonial donde coinciden la necesaria originalidad, la elegancia, lo que se llama el punto de origen y desarrollo de la diferencia. Y saber diferenciar es la clave generatriz de la poesía.

Ser genuino es saber demostrar la originalidad de la diferencia. El poeta es en vivo el ritual de lo oriundo, la ceremonia aborigen, la palabra en su ancestralidad y su futuro. Y no podemos ser genuinos si no sacamos nuestra raíz al aire de la creación. Y ésta vive en una atmósfera irrespirable para la vanidad o la incultura, para la pose casquivana o el encono efímero. La palabra debe transcribir la vida en su manifestación de fuerza y fecundidad. Aquel que toma las palabras para soliviantar su pereza o su inercia vital, no es poeta ni merece que lo sea. Aquel que se deja encasillar por el látigo afelpado de la moda o por el run run de los cazadores de fama o de prestigio, no es poeta ni merece serlo. Un verso honesto[1] es producto de un cuerpo y una mente honestos, surge como el normal reflejo de un músculo o un tendón o el parpadeo instantáneo. Otra cosa es adornar lo genuino. La sinceridad puede ser mejorada o vestir una nueva presencia con un traje más óptimo. Es lo que se llama elaborar el estilo, excogitar la gala más decente para el baile de la primavera. 

El poeta no puede evadir su ser esencial por más que esconda su fulgor o hunda en el olvido el poema que guarda en su gaveta. Lo esencial no es lo pasajero, aunque el poema se instala en el segundo volandero de una línea o el minuto de una página, el viento de la eternidad debe soplar sobre su estructura volátil. Lo imperecedero habita en lo fugaz y el poeta debe hacerlo destacar, esa es su distinción preliminar y última.
He despertado en tus manos y en tu boca
sin merecer la aurora
tu sonrisa es mi campana de conquista
La gentil delicadeza no excluye el trabajo por estrenar, el tejido laborioso que se mueve con el molino de la lectura y escritura del mundo y la existencia. Ojo, las palabras no vienen solas, hay que empujarlas con nuestros cinco sentidos y con la oblicua transformación de su semblante. Hay que maquillarlas desde adentro, aunque estemos condenados a relucir joyas interiores a través de afeites exteriores. Rompamos las murallas del idioma con picotazos de cóndor o con la pala mecánica de los neologismos y nuevas palabras. Pero nadie escapa a los límites del manicurista o del tejedor en el bastión del momento.
Lo magistral consiste en que afeite y deleite coincidan. Lo que llaman la forma y el contenido es demasiado pobre ante la dupla del placer y la perfección estética. Queremos una especie de poema de carne y hueso que inunde y sacuda nuestros sentidos. La correspondencia entre lo indígena de la creación y lo aborigen del cuerpo posee su propio destello cuando la sinceridad aborda el timón del acento y el ritmo se empapa de sangre arterial.
Nada puedo decir que sea mío:
ni el sol distante en plena lejanía
ni el verso azul que tiembla en melodía
ni este interno sufrir al que me fío.
Nada- Voces Errantes- FNB.



[1] Entiendo por honestidad la razón equidistante entre el ser y el decir, entre el instante y la vida integral; entre el programa de nuestros cromosomas y cada paso biológico e histórico de cada uno. La sinceridad es la ecuación real entre el ser histórico y el ser biológico, entre las huellas digitales y la conducta.


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