De la pluma de ganso a la pauta de luz


De la pluma de ganso a la pauta de luz
Por  Antonio Fabián Núñez Baquero
Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido…
Juan Luis Vives- El Lazarillo de Tormes
Hubo una época en la cual los poetas escribían con plumas de ganso en sendos papiros o pergaminos. El tiempo decurría vaciado en una lenta clepsidra y el mundo se circunscribía al retazo de espacio que alcanzaba la mirada o, a lo mucho, a la parva noción de cantón o de provincia. Podemos afirmar que el gran Garcilaso de la Vega contemplaba con local visión heracliteana el manantial, la fuente o la glorieta y talvez el firmamento de su tierra natal sin alcanzar noticia de España o la península, pero escribía sonetos universales que perdurarían más de medio milenio. El aire que respiraba el conde Lucanor o el portento de cura que fue el Arcipreste de Hita, tenía la pureza posible y sólida que la naturaleza otorgaba con su vasta población de álamos y boscaje.
La caligrafía del escritor disponía de un trazo lento y elegante como la rúbrica cenital de la gaviota en playa y cielo. Delineaba cada letra con delicadeza de orfebre en busca del diseño del oro o del platino. Con su pechera almidonada y su peluca, sentado en su sillón de caoba tallado por el artesano del pueblo, soñaba en barcos de vela surcando mares desconocidos y arribando a continentes vastos y vírgenes, no descubiertos todavía. El conde Lucanor leía relatos árabes y sintetizaba la voz de milenios. Vélez de Guevara instalaba en Madrid artilugios y tramoyas del diablo en versión española. Luis Vives, desde su pobre asilo conventicio, modelaba el genio y figura del pícaro en las carnes del Lazarillo de Tormes.[1]
Eran tiempos de cruzadas, de inquisición religiosa, de bulas papales que repartían continentes, de brujas y herejías y descubrimientos de nuevas tierras.
 El poeta empapaba su pluma de ganso en la tinta de alquitrán acumulada en un pocillo o cazuela que hacían las veces del tintero ya más moderno que usábamos- muy entrado el siglo XX- algunos alumnos en las escuelas o colegios de España y de América. Continente y contenido de la tinta son ahora para nosotros cuestión de archivo y de museo. Aunque escritores como Luis J. Calle[2], Sergio Núñez, Medardo Ángel Silva, Joaquín Olmedo, escribieron con pluma de metal y otros, un poco más contemporáneos, ya utilizaron la máquina de escribir. Cada sílaba exigía empapar de nuevo la pluma que no retenía por mucho tiempo el líquido impresor. Así escribió Cervantes El Quijote, Lope de Vega sus dramas y Quevedo su Vida del Buscón, con pluma de ganso. Y debió ser cara, mucho más de lo que ahora cuesta una estilográfica fina, de marca. Y los gansos deben haber sido codiciados para usarlos en el desplume consiguiente.
Se podría escribir un libro del trance histórico de la pluma de ganso, a la pauta de luz que destella a través del teclado de nuestro ordenador, y sería sugestivo y curioso en anécdotas. La punta roma de las estilográficas es una copia de la original pluma del ave escrituraria por excelencia. Las plumas metálicas, al menos las de más calidad, incorporaban una bolita al final para redondear palabras y frases. Y la bola electrónica de las máquinas eléctricas- que tenían en alto relieve las letras del alfabeto y signos respectivos- de alguna manera fue una reminiscencia del globo final de las plumas metálicas. Sólo pensar en este proceso nos vuelve humildes y pacientes.
 Cervantes o Shakespeare escribieron miles de páginas a mano, sin el socorro del ordenador inteligente. La pauta de luz la llevaban en sus neuronas y en su carácter firme como los puentes de piedra. Tenemos en el ordenador cualquier cantidad de recursos: tipos de letras, sinónimos, corrector automático, memoria, diseño, y un etcétera larguísimo, pero carecemos de la valentía y minuciosidad del caballero que escribió El Buscapié o el Viaje al Parnaso. Su era tenía la pausa de la actividad artesana y manufacturera y el don casi natural de las labores agrícolas con sus cosechas opimas y sanas. Hoy escribimos literalmente con ráfagas de luz, en un aparato llamado ordenador que reposa sobre mesas construidas en factorías y a gran escala. Pero en aquellos tiempos del Renacimiento o Medioevo el escritor se alumbraba con la luz del sol o de la luna y en la noche recoleta e íntima con velas o antorchas de betún. La mesa sobre la cual escribía era maciza- dependía de su escala social y los límites de su economía- pero siempre elaborada con el preciosismo parsimonioso que ostentaba su caligrafía. Confeccionar una mesa resultaba un proceso prolongado y meticuloso en las ebanisterías y carpinterías ¡Era del canto de los gallos en la madrugada remota y estival! ¡Era de los espíritus atrapados por el dogma de la iglesia y los vientos del fanatismo cristiano o islámico! ¡Era sin alcantarillas ni agua potable, sin lavadora y con lavandería de piedra y agua y jabón manufacturados por el río y el alquimista!  Y leer y escribir exigían una artesanía superior, requerimientos de altura, y no me estoy refiriendo al oficio de los copistas, que incluso estos debían atravesar por la horca caudina de la instrucción media y regular.
 Los poetas y escritores tenían que someterse a una férrea escuela de humanidades y era muy caro tener en sus manos un Homero o un Horacio. Códices y codicilos, textos clásicos en latín y griego lo disponían gentes de copete alto, togados de la iglesia y pocas entidades públicas. Para el común de los mortales era poco menos que imposible su acceso a la lectura. Es de pensar que las cartillas escolares daban solo inicios, atisbos de luces, información y arte. Los libros de poesía y literatura eran joyas escondidas para goce de personas privilegiadas, hombres de la élite reinante o de sus familiares o allegados, todos pertenecientes a la iglesia, la nobleza o al clero. Leer no era fácil y tampoco escribir. Y más textos o libros de creación. Debió ser un esfuerzo heroico el de Espejo leer y escribir en la terrible noche de la Colonia. Hoy disponemos de enormes bibliotecas en papel y virtuales, pero tampoco es fácil leer y escribir. Tenemos todo, pero nos falta concentración en un objeto, en una ciencia o disciplina. Y, sobre todo carecemos del tiempo necesario para el ocio creativo, o, mejor, no privilegiamos el ocio creativo o la lectura por placer, por gusto. Sacar tiempo de donde no hay es una de las tareas más angustiosas del intelectual. El tiempo es oro es el eslogan del momento y nos recuerda el atributo primordial del sistema de producción para el beneficio.
 En el tiempo de Cervantes y de Espejo les atosigaba las jerarquías y ordenamientos ortodoxos de la sociedad dominada por la iglesia y el señor feudal y hasta por las extrañas y férreas reglas de las denominadas artes liberales. Leer y escribir era ir cuesta arriba, y se lo hacía a mano, con pluma de ave. Y ni siquiera todos los escritores de verdad podían conseguir pluma de ganso y la tinta necesaria. Por favor ¿cómo se escribiría el Lazarillo o el Guzmán de Alfarache o la Ciencia Blancardina? ¿Cómo escribieron Garcilaso y Boscán sus sonetos cantarinos? ¿Y los poetas quiteños del Ocioso en Faenza? ¿y la magistral historia del Reino de Quito de Juan de Velasco? Pero todos lo hacían a mano, con pluma y tinta.
La sociedad marchaba con otro ritmo y otras inquietudes. Nótese que el trabajo manual era considerado asunto de clases bajas. Quien no se apegaba a la Corte o a la tarea de funcionario debía descender a la condición de menestral o perecer de hambre. Pero escribir a mano también es una labor manual, artesanal, aunque pocos se daban cuenta. Como siempre el escritor debía hurtar tiempo a las fatigas del día para darse espacio y aire para escribir. No era nada fácil, ¿Y ahora lo es? En apariencia poseemos lo necesario para hacerlo, talvez en demasía, y sigue siendo difícil hacerlo. Y es porque no tenemos la humildad hacendosa y tranquila de los escritores a mano. Ahora ya no escribimos a mano pese a disponer de esferográficos, cuya duración y calidad de tinta es superior a las nobiliarias plumas de ganso. Cualquier persona puede adquirir un lápiz o un estilográfico inclusive, casi todos lo poseen, pero hay pocos escritores.
Recuerdo que algunos escribíamos con plumero, a la edad cuando llevábamos pantalones cortos y un tintero a la escuela y, además, los infaltables cuadernos de escritura inglesa para convertirnos en calígrafos o, al menos, no patojear con las letras. Es curioso, pero sigo pensando que escribir a mano refresca y agudiza los sentidos, apacigua nuestro ánimo inquieto, y nos impide el vagabundeo inútil en el ordenador, que tantas tentaciones nos presenta. Leemos nada o poco los libros impresos en papel, de carne y hueso, pero tampoco en el mismo ordenador los llamados libros on line. Escribir con luz suena como una labor de extraterrestres, pero apenas somos bastos terrícolas aplastando el teclado de impulso luminoso y no nos damos cuenta aún del magno salto que hemos conseguido desde la legendaria era de las carabelas y la pluma de ganso, cuando el caballo era el objeto de locomoción más preciado y necesario, hasta esta era de trenes bala y limosinas, aviones supersónicos y guerras mundiales y la peste cósmica del negociado global y las deplorables deudas ecuménicas. El escritor real debe maravillarse con esta colosal transformación de la escritura.[3] Antes uno tenía que rajarse la espalda trasladando lo escrito a mano a la máquina de escribir, ahora la computadora lo hace casi todo, hasta podemos dictarla como a una secretaria común y corriente. Sino fuera por la clamorosa y mundial lucha de clases diríamos con razón que vivimos en el paraíso. Hoy casi toda persona en el globo (¿puedo afirmarlo?) posee un ordenador y pocas muy poquísimas personas leen con o sin ordenador. La vida y su reproducción necesaria copan el mínimo horario del hombre planetario. Leer y escribir es una tarea que enaltece y transforma a la humanidad. Esta sencilla actividad modela y tiempla el genio, construye la vida del hombre, le dota de camino y de sentido. Y no importa si, como Cervantes lo hacía, leemos un texto que encontramos en la calle, o escribimos con lápiz o esferográfico con el limpio instrumento creador de la especie: la mano.


Así es como al menos nos prueba Francisco Calero la autoría de Luis Vives de esta obra universal[1] http://www.ucm.es/info/especulo/numero32/luvives.html
[2] Luis J. Calle empleaba un simple plato de loza como tintero. La referencia es de Sergio Núñez cuando trabajaba en el diario El Guante en Guayaquil, diario que dirigía el llamado cariñosamente Tuerto Calle.
[3] Escribí como treinta y dos veces en la máquina de escribir (seguro que no la dominaba, como ahora tampoco lo hago con el ordenador) mi ensayo En torno a Montalvo, y hasta ahora camino encorvado.





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